Cuatro líneas

Sobre la escritura, el arte y la posibilidad de resistencia

Jorge David
Fotografía: Ernesto Méndez

I

  Lo que me inquieta de la escritura es que genera un intersticio: una grieta insuperable entre el tiempo, unívoco vector que avanza siempre hacia el futuro, y la inscripción de la memoria en una materialidad que pretende recuperar momentos imposibles.   
  Pongamos, por ejemplo, la fotografía como escritura de una mirada que es al mismo tiempo la de todos los ojos que la descifran; la línea que proyecta su sombra sobre el pasado es, asimismo, la que irrumpe de manera violenta cada uno de los instantes que al exponerla la recrean: la imagen como inscripción de un mirar ajeno que no puede dejar de ser la propia visión que se pregunta, sin llegar jamás a responderse, de dónde viene ese fragmento de realidad que se impone ante nosotros, terrible intersección de tiempos y presencias que sólo en esa huella pueden converger.
Y vemos a la fotografía esperar pacientemente. Como si hubiera la promesa de que habrán ciertas miradas, apenas intuidas, que podrán reconstruir desde los despojos lumínicos los sueños, las voces y las esperanzas que cierta historia destrozó de manera irredimible.                     



II

  Desde tiempos inmemoriales, una enorme cantidad de pensadores han repetido veces incontables que el arte no es un quehacer ingenuo. Lejos de caer en el triste reconocimiento, tan común a muchas de las políticas actuales, de la labor artística como mero conjunto de fetiches historicistas, clasistas, ornamentales o “sanamente recreativos”, pero que en cualquier caso resultan inútiles a los propósitos de producción de bienes y saberes inmediatos que las sociedades contemporáneas demandan y coronan, hay quienes han sido claros en enfatizar que no hay humanidad sin expresión y que sólo en la expresión puede el mundo ser soñado. Algunos de ellos, como es el caso del filósofo francés Alain Badiou, han sido explícitos también en señalar que las sociedades contemporáneas dejan cada vez menos espacio para soñar nuevas formas de existencia que resulten menos hostiles, y que el arte, como recinto por excelencia de la expresión humana, es un espacio necesario para imaginar futuros diferentes.
  Para Badiou, el arte de la esperanza tendría que ser simultáneamente una demostración, una emboscada nocturna y una nueva estrella que irrumpiera el firmamento: demostración de una nueva posibilidad de resistencia que generara, de manera sorpresiva, una línea de luz precisamente ahí donde la oscuridad parece más irremediable. (Cfr. Badiou, 15 tesis sobre arte contemporáneo).
  En una sociedad que pretende ser cada vez más homogénea, resulta cada vez más difícil pensar en intersticios lumínicos que alumbren otros mundos. De ahí que la apertura de  posibilidades alternas implica en muchos casos un acto de violencia, un impulso que compromete nuestro ser y que nos pone ciertamente en riesgo. El arte como escritura de la expresión de nuevos mundos es también la herida de mundos anteriores: una invocación de mejores realidades que buscan violentar lo que de inhóspito y de imposible tiene nuestra era.



III

  En 1936, en un artículo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin considera un cambio radical en las funciones de la obra de arte a partir de los avances tecnológicos que permitieron su reproducción a escalas masivas. Si en otros tiempos el quehacer artístico implicaba la escritura de un momento específico de una historia dada, y sólo podía adquirir significación dentro del contexto y las condiciones de existencia propias de esta historia, en la actualidad las prácticas de difusión, registro y producción de este hacer implican, necesariamente, otras circunstancias. Para Benjamin, una de las diferencias fundamentales entre el antes y el después de dicha reproductibilidad técnica consiste en que las prácticas artísticas, de ser acciones rituales que congregaban a un grupo social que a través de éstas confirmaba lazos de identidad que lo precedían, pasaron a convertirse en el objeto de una exhibición que no distingue entre las condiciones particulares de los incontables y siempre anónimos espectadores; más aún, lejos de confirmar lazos identitarios, el arte que florece bajo el signo de su reproducción técnica, en una época en la que El Bosco puede dialogar felizmente con Madona, implica procesos de des-identificación que en la mayoría de los casos alimentan la des-personalización que arremete, de manera cada vez más extensa y agresiva, contra el sujeto contemporáneo en todos los aspectos de su vida.
  Seamos claros en esto: la reproductibilidad técnica del arte no sólo es un fenómeno irreparable, sino que tiene hoy alcances exponencialmente mayores que en la época referida por el artículo de Benjamin: desde las empresas disqueras hasta las tiendas de souvenirs en los museos, pasando por los múltiples programas de descarga gratuita (o aparentemente gratuita) que pululan en Internet, y desde la televisión y la radio hasta los anuncios publicitarios que cubren tanto las grandes urbes como las comunidades rurales más lejanas, la reproducción y sobreexposición del arte, en todas sus manifestaciones, es una realidad hoy por hoy irrefrenable. Frente a la vorágine mediática que nos empapa desde todos los flancos y que impregna nuestras costumbres, ideas, acciones y nuestros deseos, en la actualidad resulta necio pensar en formas de resistir a los mandatos hegemónicos que inundan nuestros suelos.
  En verdad resulta necio. Necio, como el trabajo fotográfico de Lucila Quieto, que aprovecha los medios de reproducción técnica para retar las leyes de la cronología y la desgracia, permitiendo de este modo pensar arqueologías de la ausencia que redundan, paradójicamente, en presencias subjetivas que parecían antes imposibles (ver la serie La arqueología de la ausencia, de la fotógrafa Lucila Quieto); necio, como el trabajo de colectivos artísticos como Ultra-red (http://www.ultrared.org/), que convierten a la tecnología de la música y la comunicación en medios para congregar a personas que se expresan desde lejanas latitudes, con la utopía común de transformar la realidad a partir de sus sonidos; con la misma necedad, en fin, de tantos artistas que se sirven de los múltiples soportes de reproducción técnica para imaginar nuevas formas de ritual que se vierten en alternos vínculos sociales, y que en su necedad algo nos regresan de aquella subjetividad que ubica nuestra mirada en una historia, en un instante y una geografía que resultan a la vez únicas y compartidas.
   


IV

  Lo que me inquieta de la escritura es que genera un intersticio: una grieta entre el mercado y el poder que avanzan siempre, y el sueño de la mirada que resiste ante el olvido. El arte, como recinto radical de la expresión y la esperanza, es la inscripción de una promesa que sólo en su escritura, en la insistente necedad de su escritura, puede llegar a cumplirse alguna vez.
  La relación entre el arte y la escritura es un asunto que remite a muchos de los mitos primigenios del nacimiento de la cultura, y que se asocia con las cuestiones más fundamentales sobre el tiempo, los sueños, la magia y la memoria. A más de 400 siglos de las primeras manifestaciones artísticas que se conocen, el arte sigue siendo hoy una manera de dislocar la realidad humana de su insoportable condición cronológica, efímera y perecedera, y de exteriorizar los misterios contenidos en una mirada: tal como las sombras de la Caverna Platónica, que reflejan la realidad sobre un lienzo de imágenes confusas que son apenas un atisbo de la verdad inaccesible, pero que nos permiten tener una noción, así sea deformada, de la misma, el arte funciona como reflejo del universo interno de quien proyecta en las sombras de su expresión sus verdades más profundas. Y entonces, al encontrarse el espectador frente a la sombra de tales profundidades, ocurre milagrosamente lo imposible: tiene lugar el encuentro intersticial que comunica a las personas por medio de sus vínculos atávicos, esos lazos primordiales que desde los sueños colectivos fundan a toda sociedad. Por esa razón es que resulta tan amenazante la situación que en las últimas décadas se ha venido incrementando, en la que el arte como proyección de la interioridad humana se sustituye por la impulsiva apropiación de productos mercantiles que, en nombre de la libertad, el placer, el bienestar y el intercambio, anulan ese espacio individual y colectivo de intimación del ser humano con sus deseos más secretos, con sus temores y sus preguntas más impronunciables.
  ¿Y qué hacer frente a este panorama tan complejo, que convierte en un producto mercantil a cualquier intento de expresión que pretenda resistirse ante el poder inevitable? ¿Qué tipo de mirada sería aquélla que evadiera los mecanismos liberales que buscan someter, que probablemente ya someten, todas las escrituras a la reproducción de un único discurso que se alimenta por igual de quienes niegan y de quienes afirman, teniendo para cada cual su propio tónico tranquilizante?
  Tal vez la mejor manera de no matar esa pregunta consista en no tratar de responderla. En una época de cifras, de posturas unívocas, de logros y de rectificaciones, quizás lo que nos queda por hacer es repetir, necia y solitariamente, las palabras con que Edmond Jabès escribe una de sus miradas más profundas y contundentes:
Lo esencial habrá sido, para nosotros, en el paroxismo de la crisis, conservar la pregunta.
(Edmond Jabès, El Libro de las Preguntas, verso final).

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